Publicado en la revista EXCODRA nº XVIII. LA AMISTAD
La ciudad emergía de la noche entre rescoldos y sirenas. Antoine fue abatido, Josefine apresada. Yo soy un cobarde.
La ciudad emergía de la noche entre rescoldos y sirenas. Antoine fue abatido, Josefine apresada. Yo soy un cobarde.
Ese fue el primer fragmento arrugado del manuscrito que encontré a los pies de la cama de la habitación 937… Pero empecemos mejor desde el principio: hacía poco más de un año que abandoné la redacción, mejor dicho, fui expulsada nuevamente de otro medio. En este desdichado país ya no quedaba lugar para el periodismo, desde luego no para mi, después de la que se montó con el ministro. Yo necesitaba resetear mi vida y necesitaba dinero con urgencia, así que acepté el trabajo de limpiadora nocturna en el hospital de la montaña que me consiguió Nastassja, una ex-prostituta con la que entablé amistad seis años atrás durante un reportaje, y con la que entonces compartía apartamento. No pagaban demasiado -en ningún sitio lo hacían-, pero al menos pasaría desapercibida y no tendría que soportar a censuradores machistas de mierda. Además, estar toda la noche ocupada era una manera estupenda de sobrellevar el maldito insomnio. Mi turno iba de doce de la noche a doce del medio día; durante la noche hacíamos los servicios comunes a precio fijo, y por el día, nos sacábamos un extra limpiando habitaciones las cuales cobrábamos por unidad.
¡Oh, Josefine! Aquella madrugada al otro lado del río, yo debí morir. Desde entonces no ha pasado un sólo día que...
Casi cada mañana, mientras hacía la habitación 937, encontraba un papelote arrugado junto a la cama con lo que parecía ser una especie de relato o confesión. Aquel paciente lo hacía a propósito, se hacía el dormido. La habitación 937 estaba ocupada únicamente por Leonard, un viejo de mirada oceánica. Ni siquiera la cicatriz que le quebraba el párpado afeaba la triste dulzura de sus ojos. El personaje y su misterioso juego de los papelitos me atrapó. Al fin y al cabo siempre he tenido buen olfato para no dejar escapar una buena historia. Cada día, me afanaba en terminar más rápido las labores de mi turno para pasar más tiempo con él. Leonard había perdido el habla tras su última intervención, pero se hacía entender muy bien con sus notas y con sus gestos.
_¿No te estarás enamorado del viejales ese? -preguntó Nastassja con emoticono jocoso- Nena, lo tuyo es de película. ¡Juasss!
_¿Por qué todas las putas sóis tan retorcidas? -le espeté picada- Nas, lo mío es sólo deformación profesional.
_Y lo mío también, ¡no te jode! -contesto Nas con un sin fin de desternillantes emoticonos-.
Tras el segundo atentado consecutivo en una semana, todo se precipitó. El apagón de internet fue la señal. De un sólo golpe acabaron con todos nosotros. ¡Qué fácil les resultó! Estábamos siempre enganchados a nuestras pantallas, casi esclavizados diría yo. Todo estaba allí; nuestros contactos, nuestras aficiones, nuestras rutinas, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestros romances, nuestros sueños… Nuestros planes. Lo sabían absolutamente todo de nosotros. De la noche a la mañana, nuestras mejores herramientas de agitación acabaron convirtiéndose en nuestra peor pesadilla. ¡Qué ingenuos fuimos! Sólo tres días tardaron en aplastarnos, tres larguísimos días de pánico y revolución muerta.
Ese viejo había participado en los hechos acaecidos dos décadas atrás y bautizados como el Noviembre Negro. De ahí su aversión a las pantallas y, esa manía suya de escribir en papel, sólo en papel. Manía de la que yo me burlaba con frecuencia en nuestras noches de complicidad. Lo reconozco, mi mundo se había derrumbado y me refugié en aquella habitación y en la empatía de Leonard. Su interés por lo que le contaba era sincero. Y yo, siempre he sido tan idiota…
_Cariño, ándate con ojo. -me escribió Nas preocupada- Leonard es majo, pero esos papeles que siempre está escribiendo y guarda con tanto celo… Nena, a mi me parece todo muy raruno.
_Gracias guapa. Aquí hay algo, lo sé: Leonard me dijo que ellos no tuvieron nada que ver con el atentado del U.E. Bank del Passeig de Gràcia. Que fue la excusa para sacarlos de las calles y de las instituciones que tras las últimas elecciones habían conquistado. Tranquila Nas, sé cuidarme, tomaré precauciones.
_Pues espero que esas precauciones sean mejores que las que tomas para el corazón. -me soltó- El personal empieza a chismorrear.
_¡Bah tía! No empieces con eso otra vez. -Y salí del chat con un beso de despedida-.
¿Tú o los otros?, ¿tú o el bien común?, ¿yo, o lo que de mi se esperaba que hiciese?… Y esa noche, vapuleado por el estruendo escogí la segunda opción; pudrirme mezquinamente en mi cobardía.
Josefine, me queda poco tiempo...
Este fue el último retazo que me dejó de su historia. Leonard aprovechaba sus cada vez más espaciados momentos de consciencia para trabajar ensimismado en su escrito. De la parte emocional no logré sacarle gran cosa, la verdad: ¿qué sucedió al otro lado del río?, ¿qué tipo de relación tenían Leonard, Josefine y Antoine?, ¿cuál fue la cobardía o traición que atormentaba a Leonard? De estas cuestiones solía zafarse -a veces con tristeza- rotando en horizontal el dedo indice y señalándome el manuscrito. Más por necesidad propia que por táctica periodística, siempre acababa yo contándole mis miserias.
Una semana más tarde, en mi día libre, Nastassja me escribió alarmada desde el hospital:
_¡Tu hombrecito no para de llamarte! Al final te vas a buscar un problema, niña.
No me lo pensé dos veces, me cambié de bragas, me enfundé en el vestido estampado corto y volé escaleras abajo, dejando agonizar tras la puerta del apartamento de Nas las últimas notas de piano de "Love Me Or Leave". No tardé mucho en llegar a la habitación 937. Leonard me entregó un sobre marrón con el manuscrito dentro y una dirección: Overtoom nº513. "¡Josefine, Josefine! ¡Busca a Josefine!", me gritaba con sus labios mudos aferrándose a mis manos. Estaba muy agitado esa noche. Lo abracé largo y acaricié su cabeza desnuda hasta que finalmente se durmió. Salí a la escalera de emergencia y me encendí un cigarrillo. La segunda calada fue tan profunda que me hizo toser. Escupí a la negrura y me quedé embobada contemplando como la tormenta eléctrica se batía en retirada mar adentro. Hacía frío, tiré la colilla por el mismo abismo que el escupitajo y regresé junto a Leonard. Acerqué la butaca a su cama y me dormí cogida de su mano.
La lluvia dejó el aire limpio, húmedo de mar. El alba se abría paso acribillando las últimas nubes moribundas, filtrando sus rayos por las rendijas de la persiana y haciendo que miles de motas de polvo fulgieran dentro de la habitación. Leonard levantó los brazos, cómo queriendo abrazar los diminutos soles que flotaban a su alrededor, y sonrió feliz.
Besé sus labios aún calientes, y salí de la habitación 937 atropellando a las enfermeras de guardia que en ese instante entraban por la puerta. Abandoné el hospital en una carrera ciega, sin rumbo… Corrí cuesta abajo, corrí hasta quedarme sin aliento, corrí hasta dar con mis rodillas en el andén de la estación, y entonces, apretando el manuscrito contra mi pecho, rompí a llorar.
Ajenos a los ojos electrónicos que les desnudaban desde diferentes ángulos, una joven pareja se fundía en un ardiente abrazo de despedida. El aullido del tren anunciando su inminente partida rompió la escena. No, no podía abrir aquel sobre, aquellas palabras no me pertenecían. Y cogí ese mismo tren del norte. Camino de la frontera, camino de Josefine.
Muy buen trabajo Miguel, como siempre, te superaste. He leído entre lineas lo conocido oculto y lo desconocido sin resolver. Un abrazo y sigue así tu andadura. Un fuerte abrazo desde "La Roca"
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